Aquel templo era con lo que
siempre había soñado, y por una vez veía posible que los sueños se hicieran
realidad. Al poner por primera vez el pie sobre el suelo sagrado, la piel de
James se erizó y un suspiro de emoción se escapó de su boca. Fue caminando
acompañado de unas paredes que llevaban mucho tiempo dormidas y que parecían
susurrar algo como recibimiento al inesperado visitante. James contemplaba
atónito cada centímetro de aquellos murales tan coloridos, quedó maravillado
ante tal descubrimiento, pero aún quedaba el mayor de los tesoros por descubrir.
Según sus investigaciones, el cazatesoros había descubierto que en el templo de
las lágrimas de Itzamná guardaba un enorme tesoro.
La leyenda decía que en aquel
templo había una cámara central en la que había múltiples estantes con pequeños
frascos de cristal que contenían las lágrimas que Itzamná derramaba por cada
uno de los mortales. Dichos frascos se iban vaciando según se iba acercando el
fin de esa persona y al quedar vacío, su nombre se borraba y aparecía el de un
nuevo ser humano recién nacido. Si alguien llegaba a la cámara central y
vaciaba alguno de los frascos, la persona a la que le correspondía el frasco
moría, por ello solo los más privilegiados jefes tenían la autorización de los
sacerdotes para entrar. Algunos de ellos, decidieron robar su frasco para que
no se vaciase y así poder vivir eternamente y ese era el objetivo de James: hacer
ver que su creencia en esta leyenda no era en vano y lograr una vida más
duradera para él y los suyos.
A cada paso que daba, su pulso y
su respiración se agitaban más y más. Guiado por la luz de su antorcha moderna,
también llamada linterna, atravesaba los pasillos de aquel oscuro lugar. De
repente, la tecnología le falló y su linterna se quedó sin carga. Solo quedaban
él y una abrumadora e inquietante oscuridad. Vagaba a ciegas peligrosamente por
un templo en el que podía ser asaltado en cualquier momento por una trampa
mortal, sin embargo el miedo a la muerte no le frenó ante la posibilidad de
alcanzar la inmortalidad.
Y en un instante, la oscuridad se
convirtió en una brillante e intensa luz acompañada de un gran estruendo que
hizo que James se estremeciera y no pudiera evitar cerrar con fuerza los ojos.
Al abrirlos de nuevo, James se descubrió en un lugar muy familiar para él.
Una veintena de ojos le
contemplaban fijamente, esperando su reacción. Se centró principalmente en la
mirada llena de ira que se encontraba a medio metro de él. No era la primara
vez que sentía esa mirada. Era la mirada del viejo profesor Robert Thompson,
daba clase de Historia a James en el Instituto Oakley, lugar en el que se
encontraba y que no había abandonado en ningún momento. La voz del señor
Thompson le había llevado a caer en los brazos de Morfeo como había ocurrido
con más frecuencia de la que a James le gustaría admitir. Avergonzado, James se
acomodó en su pupitre, disculpándose por su comportamiento e instando al
profesor a que continuase con la lección.
La clase continuó y James siguió
pensando en su sueño de convertirse en un gran arqueólogo y descubrir algún día
un templo tan inquietante y asombroso como el de Itzamná. Hasta que llegase
aquel día, el joven James Carter seguiría soñando, porque los sueños son algo
maravilloso a lo que no se debe renunciar.