martes, 18 de agosto de 2015

James Carter, cazatesoros. El Templo de las Lágrimas de Itzamná (Parte 2)

Aquel templo era con lo que siempre había soñado, y por una vez veía posible que los sueños se hicieran realidad. Al poner por primera vez el pie sobre el suelo sagrado, la piel de James se erizó y un suspiro de emoción se escapó de su boca. Fue caminando acompañado de unas paredes que llevaban mucho tiempo dormidas y que parecían susurrar algo como recibimiento al inesperado visitante. James contemplaba atónito cada centímetro de aquellos murales tan coloridos, quedó maravillado ante tal descubrimiento, pero aún quedaba el mayor de los tesoros por descubrir. Según sus investigaciones, el cazatesoros había descubierto que en el templo de las lágrimas de Itzamná guardaba un enorme tesoro.

La leyenda decía que en aquel templo había una cámara central en la que había múltiples estantes con pequeños frascos de cristal que contenían las lágrimas que Itzamná derramaba por cada uno de los mortales. Dichos frascos se iban vaciando según se iba acercando el fin de esa persona y al quedar vacío, su nombre se borraba y aparecía el de un nuevo ser humano recién nacido. Si alguien llegaba a la cámara central y vaciaba alguno de los frascos, la persona a la que le correspondía el frasco moría, por ello solo los más privilegiados jefes tenían la autorización de los sacerdotes para entrar. Algunos de ellos, decidieron robar su frasco para que no se vaciase y así poder vivir eternamente y ese era el objetivo de James: hacer ver que su creencia en esta leyenda no era en vano y lograr una vida más duradera para él y los suyos.

A cada paso que daba, su pulso y su respiración se agitaban más y más. Guiado por la luz de su antorcha moderna, también llamada linterna, atravesaba los pasillos de aquel oscuro lugar. De repente, la tecnología le falló y su linterna se quedó sin carga. Solo quedaban él y una abrumadora e inquietante oscuridad. Vagaba a ciegas peligrosamente por un templo en el que podía ser asaltado en cualquier momento por una trampa mortal, sin embargo el miedo a la muerte no le frenó ante la posibilidad de alcanzar la inmortalidad.

Y en un instante, la oscuridad se convirtió en una brillante e intensa luz acompañada de un gran estruendo que hizo que James se estremeciera y no pudiera evitar cerrar con fuerza los ojos. Al abrirlos de nuevo, James se descubrió en un lugar muy familiar para él.

Una veintena de ojos le contemplaban fijamente, esperando su reacción. Se centró principalmente en la mirada llena de ira que se encontraba a medio metro de él. No era la primara vez que sentía esa mirada. Era la mirada del viejo profesor Robert Thompson, daba clase de Historia a James en el Instituto Oakley, lugar en el que se encontraba y que no había abandonado en ningún momento. La voz del señor Thompson le había llevado a caer en los brazos de Morfeo como había ocurrido con más frecuencia de la que a James le gustaría admitir. Avergonzado, James se acomodó en su pupitre, disculpándose por su comportamiento e instando al profesor a que continuase con la lección.

La clase continuó y James siguió pensando en su sueño de convertirse en un gran arqueólogo y descubrir algún día un templo tan inquietante y asombroso como el de Itzamná. Hasta que llegase aquel día, el joven James Carter seguiría soñando, porque los sueños son algo maravilloso a lo que no se debe renunciar.